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jueves, 23 de diciembre de 2021

EPÍLOGO


 

No se porque me acordaba tanto de los habitantes de macondo, cuando, después de 4 años de lluvias eternas, convocadas por la compañía bananera, salieron por primera vez a ver el pueblo arrasado y se encontraron unos a otros, estragados y andrajosos y sobrellevando con estoicismo la catadura triste de sobrevivientes de un naufragio.

 

Me imagino que así nos veíamos ese día cuando, después de dos años de pandemia, encierros y desgracias, salimos por primera vez al centro histórico de la Heroica Cartagena de Indias, todavía espantados y preocupados por la posibilidad de contagiarnos con la peste traicionera. 

 

La ciudad estaba triste, fea, llena de basuras y huecos de alcantarillas destapadas y rebosadas de aguas negras y gusanos rabones. Los pocos transeúntes se movían lentamente, con la mirada perdida y la cara medio cubierta, con unos trapos ridículos, que les daban la apariencia de personajes de película de zombis.

 

Mis hijos, Rodolfo, José Domingo, Ricardo y Luis Guillermo, que habían llegado, secretamente, desde diferentes partes del mundo, habían insistido en que debía salir a dar una vuelta, “para orearme”, pues temían que el encierro prolongado, me estuviera pasando cuenta de cobro y fuera el responsable de mi súbito interés en los vallenatos viejos, las historias de accidentes aéreos y los noticieros en francés, que eran toda mi distracción y ocupaban todo mi tiempo,

 

En una de las callecitas que salen a la Plaza de la Aduana había un grupito de personas, embobadas, observando un miquito que hacía payasadas en un balcón. Lo habían vestido de chaleco y corbatín y divertía a la gente, simulando con la pata, que tiraba de la cadena del pito de un tren. 

 

Luego saltaba y se encaramaba en un tractorcito y se ponía una mano en la nariz indicando que tocaba la trompeta, todo acompañado de sus respectivos sonidos y chillidos. Por último, cuando la gente comenzaba a gritarle “zambiloco”, enfurecía y hacía gesticulaciones y mostraba su intención de orinar a todos.

 

Era una nueva distracción, para una ciudad escaldada y decepcionada por el sufrimiento y el abandono, después de un par de años malditos, en los que se juntaron los efectos destructores de una pandemia imprevista y desconocida, con la improvisación y las locuras de un gobierno sin cerebro y sin corazón, que, más allá de su incapacidad para gestionar y gobernar, estaba poseído de un extraño talento para el mal, la ofensa y el desprecio hacia sus semejantes.

 

No lo conmovieron los cientos de miles de muertes absurdas, de las víctimas del desgreño y los malos manejos de la pandemia. Tampoco se inmutó ante el hambre y las cifras escandalosas, que daban cuenta que, más del 60% de sus electores se acostaban sin comerse las tres balas.

 

Mientras la inseguridad se disputaba los muertos con las pandemias de Covid y Dengue, el pichón de mesías se desternillaba de risa, comiendo salchichas alemanas y sonando un silbato, para espantar a los neo malandrines que invadían los barrios “Tenebrosos”, donde se hacinaban sus votantes ingenuos y crédulos que, ahora conscientes de su destino atravesado, se dormían con la esperanza de despertar en una ciudad mejor, sin el temor con que se despertaron sus antepasados en las mazmorras del sátrapa de turno.

 

En la esquina de la Universidad, comenzaron a aparecer los conocidos: El Vara, el Toñi y el Piolo, trataban de convencer a Juan Diego, que la mejor solución era que los vecinos se armaran de herramientas, para hacerle mantenimiento a los parques, que ya se habían vuelto intransitables y desaparecían bajo la voracidad de la maleza y el terror que producían los bandidos agazapados.

 

Cuando nos disponíamos a entrar a tomarnos el café más caro del mundo, divisamos la figura inconfundible que se acercaba por la Calle de la Soledad. Con su pelambre plateada enredada, su camiseta de preso, a rayas, y su caminadito de sincelejano, se acercaba acelerado y concentrado: El Maestro acuarelista, Cesar Bertel.

 

- Oye gran carajo, ¿Dónde estabas metido? – llevo dos años buscándote- le grité, acompañado por las risas del grupito de perrateadores. 

 

- Compadre, sacándole el quite a la plaga y a los huecos de las alcantarillas- nos contestó, mientras se sentaba con nosotros en el famoso café, en el que la pandemia había dejado vacías, un gran número de sillas de los habituales contertulios.

 

Nos acompaño a lamentarnos de nuestras tragedias, nos contó que había sobrevivido vendiendo acuarelas de pequeño formato a los chilenos, y que ahora se dedicaba a pasar la mojosera, pintando sus espectaculares selvas en un kiosco de Turbaco, mientras podía volver a su ambiente del metemonismo y espantajopismo del altiplano andino.

 

Cuando ya habíamos arreglado el mundo y agotado todos los temas decidí que era el momento de marcharnos. Al menos la catarsis nos había servido para recordar que el momento más oscuro de la noche es antes del amanecer y que pasara lo que pasara, La Heroica no se iba a rendir. 

 

Seguramente de esta desgracia, saldría esa nueva generación de líderes inspirados, comprometidos e incorruptibles que traerían, finalmente, paz y sosiego a nuestra gente.

 

-Vámonos para la peluquería, les dije a mis hijos:

- Eloísa está diciendo que, con este pelo enredado, cada día me parezco más al maestro Bértel.

 

Cuando ya nos alejamos, después de las despedidas llenas de promesas que nunca cumpliríamos, el maestro me grito: 

 

- Oiga compadre y porque no escribe y cuanta todas estas vainas. Dígale al mundo que aquí hay una ciudad que se llama Cartagena de Indias en la que “Se Jodió Pindanga.”

 

Me acordé de la respuesta del Maestro a Enrique Grau y le dije: - no se que es esa vaina, pero la pondré en mi próximo libro-.


Cartagena, 23 de diciembre de 2021

 

 

FIN