Se me ocurrió la genial idea de decir en una reunión de perrateadores y mamadores de gallo inmortales, que cada vez que vengo a Chile, veo a las chilenas más bonitas. Ahí fue Troya.
Ni siquiera mi venerable edad de abuelo, me sirvió para evitar la batallada que me dieron y, no porque las chilenas no sean cada vez más bonitas, sino porque, según ellos, una declaración de ese calibre, es señal indiscutible que me estoy poniendo viejo.
Poco valieron mis argumentos sustentados, como siempre, en ejemplos y datos serios extraídos de redes sociales e internet. Los guasones amangualados, estaban dispuestos a castigarme el desliz y, para consolarme y tranquilizarme, comenzaron a enumerar algunas de estas famosas señales de vejez, una de las cuales yo había violado ingenuamente.
Lo primero que me enrostraron fue la permanente afición de los mayores a decir que todas las cosas en su tiempo fueron mejores, especialmente las fiestas, las celebraciones y la diversión. Se burlaron del afán en afirmar que, la educación de antes era más integral, severa y difícil, que en nuestra época todo era más escaso y complicado y, la más grave de todas, decir que, en el pasado, todo era más barato.
Tuve que aceptar que, a veces, más que estar envejeciendo lo que nos pasa es que comenzamos a pisar trampas de la nostalgia y, aunque les di la razón en algunas cosas, me mantuve firme en que, otras vainas, más que temas de viejo, son verdades incontrovertibles.
No me dieron tregua. Después de una larga discusión concluyeron que, en realidad, son solo tres las cosas determinantes, que indican que un hombre se está volviendo viejo: La primera, que nunca había imaginado, es que la persona siempre está estrilando contra el clima. A toda hora se queja de frío o del calor.
La segunda, que me pareció más admisible, es que el personaje que avanza hacia la vejez, se mete a la piscina por las escaleritas, agarrado del pasamanos, mientras que el joven pega una carrera da un gran salto y se zambulle.
La tercera, que creo fue el origen de toda la diatriba en mi contra, es la que sirve de final al chiste y establece que el hombre que está envejeciendo, comienza a enamorarse de la esposa. Parece que este punto lo asimilaron a mi afirmación de ver cada vez más bonitas a las chilenas.
Decidí no continuar defendiéndome, explicando y aclarando las cosas buenas de la mayoría de edad, por temor a que continuaran alargando la lista de vainas raras, propias del tránsito a la vejez y terminaran de pronto enumerando esa infinita colección de achaques inconfesables, que escondemos tan celosamente.
Más bien y para calmar la cosa, traté de salirme del lío, con una verónica dialéctica, destacando las virtudes físicas y espirituales de las mujeres y ponderando sus excepcionales habilidades para la solidaridad, diligencia, paciencia, caridad, cuidado, trabajo en equipo y responsabilidad en el cumplimiento de objetivos y metas.
Les conté que, cuando llegué a la empresa donde trabajé muchos años, nos tocó construir baños para damas, porque en los años 50, cuando se fundó, nunca se pensó que, algún día, las mujeres ocuparían cargos distintos a los de secretaria, en una industria considerada de solo hombres y rematé mi discursito pendejo, diciendo que yo había sido el encargado de recibir y dirigir a la primera ingeniera que se contrato en mi refinería.
Era obvio que la fingida seriedad con la que seguían mirándome, era puro perrateo y que en cualquier momento soltarían otra carcajada, así que les dije: y no me baño en piscinas por miedo o por viejo, sino porque el agua está muy fría nojoda.
Santiago de Chile, 24 de diciembre de 2022