Solo cuando volaba, como sardina en lata, a treinta y cinco mil pies de altura, sobre el triángulo de las Bermudas, fui por primera vez consciente del tamaño de la tragedia de mi pobre Cartagena y de sus habitantes. Estaba tan concentrado en ese raro distanciamiento social de 15 centímetros, propio de la clase económica, que no me había detenido a pensar en el desastre que había dejado atrás en mi apresurada huida.
Había podido por fin salir en forma rápida y segura de mi país, gracias a la ayuda de mi familia, algunos amigos y al respaldo de un grupo de agentes de policía, que, por instrucciones de sus superiores, no se habían despegado de mi lado, desde el mismo momento en que comenzaron las amenazas. Viviendo en Colombia era apenas normal escuchar hablar de gente que debía abandonar el país por amenazas de muerte. Lo que jamás te imaginas, es que algún día seas tu el amenazado. “En Colombia las amenazas de muerte hay que tomarlas en serio”.
Pero quizá lo más sorprendente e inexplicable de esta situación, es que este tipo de actividad criminal se haya dado precisamente en Cartagena y probablemente llevada a cabo por cartageneros. Nadie su hubiera imaginado nunca que en Cartagena: la cuna de la independencia, patrimonio de la humanidad, la tierra amable y cálida, de gente solidaria, donde todo el mundo quiere estar y disfrutar, se dieran este tipo de conductas, y que además su ocurrencia se esté volviendo sistemática y un nuevo rasgo de un determinado conglomerado social, direccionado por pseudolíderes alucinados, ignorantes y vocingleros.
El sicariato moral virtual, que venía siendo práctica habitual de un grupo de personas conocidos como los bodegueros, muy rápidamente se ha convertido en una realidad tangible, fácilmente comprobada y documentada, de la que viene siendo víctima propiciatoria todo aquel que se arriesgue a opinar, disentir o manifestar oposición al régimen obtuso e inepto, que gobierna nuestra noble e ínclita ciudad. Caracterizados en una turba vociferante, insultante y agresiva, se pasean como pedro por su casa, por toda la ciudad, enseñando su patente de corzo impresa en las camisetas estampadas y en el discurso injurioso y enajenado, con el que han sido manipulados por su mesiánico y atrabiliario patrón.
En una de sus tantas e importantes apariciones Martin Luther King expresó con mucha sabiduría que le preocupaba el grito de los malos, de los violentos, de los desadaptados, pero quizá más le preocupaba el silencio de los buenos. Esta lapidaria cita parece como hecha a la medida para la situación que vivimos en la heroica. Mientras un funesto y luciferino personaje hace de las suyas, y utiliza el poder conferido por la democracia, contra sus propios conciudadanos y la misma democracia, otro importante grupo de ciudadanos que se hacen llamar ostentosamente fuerzas vivas de la ciudad, hacen mutis por el foro y su pasividad expectante recuerda a Bertrand Russel, quien manifestaba que el miedo colectivo, estimula el instinto de manada y tiende a producir ferocidad contra aquellos que no son considerados sus miembros.
Esta pasividad histórica que hoy campa por sus fueros en el corralito de piedra, es la que ha permitido que tradicionalmente hayamos sido los olvidados del famoso triangulo de oro, que maneja a su albedrío los destinos del país y que, en la repartición de recursos, poder y decisiones, nos ha dejado en el triste y deshonroso último lugar. En una especie de capitis diminutio del derecho romano, que complementan muy bien, enrostrándonos cada vez que pueden nuestra carencia de líderes y visitándonos regularmente para ser atendidos a cuerpo de rey y darnos condescendientes instrucciones sobre que, como y cuando debemos hacer nuestras cosas.
El movimiento Cartagena Corrige, ha recibido un duro golpe y el hecho de que uno de sus integrantes haya tenido que abandonar a medianoche, su familia, su casa, su país, es una clara muestra de la dimensión de nuestro infortunio. Para aquellos que encuentran solaz en este hecho, les tengo una mala noticia: esto no es el fracaso de un reducido grupo de ciudadanos que, en un momento dado decidió ejercer un derecho constitucional, este es un llamado de atención sobre los peligros que se ciernen sobre, la democracia, el Estado Social de Derecho, las garantías fundamentales y el ejercicio de los derechos civiles. Hoy parece algo anecdótico e intrascendente, quien sabe que vendrá después.
Como decía el coronel: los sátrapas no solo tienen que ser castigados por los anacronismos y arbitrariedades de su régimen, sino también por faltarles al respeto a personas que no se meten con nadie.
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