Intenté subir al chat de un grupo de colegas abogados, un artículo del escritor Felipe Priast, con tan mala suerte que terminó en un Chat de escritores. Tengo que admitir que este error lo comete casi cualquiera, debido a la gran diferencia de tamaño que hay entre las letricas liliputienses de los teléfonos y el grueso de los dedos del operador. “Error de dedo”: dice la gente apenada, cuando ni siquiera tiene el consuelo de eliminar el comprometedor mensaje, antes de que el receptor lo vea.
En mi caso esto es particularmente grave, ya que tengo limitaciones en la mano derecha y me toca chatear con la izquierda y conste que no hablo de política. Así que al poco rato mis amigos abogados me recordaron que les había prometido el escrito y nada que llegaba. Fue entonces cuando caí en cuenta del desastre. El Chat de escritores, al cual pertenecía en ese momento, es un esfuerzo de las editoriales por mantener juntos a sus escritores y aprovechar el medio para comunicarse a la mayor brevedad con ellos.
Desde sus mismos inicios había decidido silenciar este chat y no participar, a menos que fuera indispensable, ya que poco a poco había derivado en todo lo que derivan los chats grupales: sociedad de mutuos elogios, felicitaciones de cumpleaños, compartir chistes flojos y miles y miles de memes y stickers y, de vez en cuando, una información de la editorial, un buen cuento o un buen video. Eso si, había unas reglas que no se podían transgredir por nada del mundo: no se podía hablar de política y de religión. ¿Imagínense un chat de escritores donde no se puede hablar de política y de religión?
Cuando indagué porque mis amigos abogados costeños no habían recibido el mensaje, caí en cuenta del error, pero ya era tarde. Un grupo de los escritores del chat había iniciado una diatriba incendiaria en contra del escrito subido erróneamente, alegando que sobrepasaba todos los límites de la decencia y el respeto humano y que “si bien era cierto que se podían criticar ciertas actitudes de la presentadora cuestionada, por tratar mal unos libros, también era cierto que había límites que no se podían pasar y que la intolerancia estaba consumiendo al país y ya estaba bueno”. Estoy casi seguro que, hasta ese momento, los quejosos pensaban que yo, y no el conocido escritor, era el autor del escrito: “costeño tenía que ser”.
El chat de los escritores llevaba dos días burlándose de la presentadora y después de divertirse de lo lindo con todo tipo de memes y comentarios, se decidió escribir una carta al canal, donde la presentadora acuchilló a los libros, para pedirle respeto por la profesión y por ese símbolo del trabajo consagrado, de la sabiduría y el conocimiento que es el libro. Debo admitir que no había participado en el “bulling” a la ex reina y presentadora, que venía haciendo el grupo del chat, pero cuando hablaron de la carta, les envié mi aprobación para incluirme entre los firmantes.
El artículo del popular escritor que subí por error, había aparecido en una revista virtual y a la hora de la algarabía de los escritores del chat, ya le había dado la vuelta a las redes sociales y era conocido por todos los aficionados a la chismografía de farándula. Después de leerlo nuevamente, esta vez con mas atención, descubrí las causas del enojo de la congregación de las letras: el escrito, además de cuestionar la falta juicio de la presentadora en cuanto a usar unos libros como artefacto de cocina, hacía una referencia clara a los atributos físicos de la señora, a su pasado de reina y lo peor, hablaba de narcos, “traquetos” y algunos presidentes y expresidentes del país. Como quien dice: se metía con los trastos de la iglesia.
Me quedé asombrado ante el descubrimiento: increíble que la vanguardia intelectual del país, las mentes mas abiertas y progresistas de las letras contemporáneas de Colombia, se desbarrancaran emocionalmente y se desbordaran en aspavientos de monasterio, ante la sola mención de unas tetas y un culo. Porque, la verdad no creo que haya alguien en este país, que se escandalice por una mención tangencial del traquetismo, el narcotráfico o las trapisondas de nuestros barones electorales. Esos son temas fáciles, de manejo abierto que ya salieron del closet y que recibieron el beneplácito de la pacatería andina.
Quede estupefacto ante la evidencia: En este país todavía hay temas tabúes. Unos disfrazados de respeto, otros del feminismo simple de todos y todas y la mayoría con ese inconfundible ropaje de mojigatería colonial y dedo parado, propios del calvilustrismo capitalino que se cree dueño y representante directo de la moral y las buenas costumbres, que enarbolaba nuestra constitución de ángeles. Me sentí como Aureliano Segundo Buendía ante Fernanda del Carpio, de quien este aseguraba que estaba enferma de pudibundez.
Me imaginé al pobre Gabo navegando por las islas del mar Egeo, en el barquito repleto de escritores implumes, con más ínfulas que talento y salí disparado. No de la casa ni de la ciudad. Salí como alma que lleva el diablo del maldito chat, a buscar refugio en el chat de mis amigos abogados costeños, repelentes, mamadores de gallo, perrateadores, en donde un culo y unas tetas no asustan a nadie.
Pasé por la cocina y me serví una ración generosa de café negro y amargo en un jarro de peltre.
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